La tos nunca hace buena
combinación con la risa, o será solo conmigo, porque cada vez que quiero
reírme, la que marca el ritmo es la maldita tos. Si no contamos el dolor de
cabeza junto con el calorcito del aliento y el de las mejillas, entonces
sabremos que la gripe pasó a otro nivel, el más molestoso que puede haber. Paseando
por el mercado de arenales me di cuenta, solo superficialmente, que mi nariz
estaba más tapada que de costumbre y las sonadas de nariz se hicieron más
frecuentes, hasta llegar a niveles de constante recurrencia, molesto pitillo que
entonaban mis fosas nasales, mis pegajosas fosas nasales.
Cuando le di un beso se dio
cuenta. Fue cuando insistió en tocarme la frente. “¡Oh por Dios, estás con
fiebre!”. Miré a ambos lados y supe que era confirmado que de por vida, todos,
excpeto yo, sabría cuándo tengo fiebre y ser el último en enterarme. Y lo más
frustrante, nunca sé si alguien está con fiebre con tan solo tocarlo, no sé
hacerlo, pero los demás sí y conmigo funciona de maravilla supongo. Sí, tenía
fiebre.
Entonces era por eso que comenzaba
a sentir un poco de escalofríos y mi congestionado hablar era cada vez más
tupido y estúpido. Era como cargar con un anciano de apariencia de 20 años.
Pasó, cual serpiente, su brazo alrededor de mi cuello, me sostenía con su otra
mano la mía. Caminamos rápido para irnos al tópico, pero quería seguir viendo
más réplicas de The Joker que
interpretó Heath Ledger, pero su categórico no fue casi tan contundente como
una ordenanza de mi madre, y cómo no si su temple era tan firme como la de un
general.
Salimos de allí y me abrazó como
si se cuidara un tesoro. Tomando aspecto de gato, me enrollé lo más que pude y
me dormí un par de minutos sumido en el aroma a su dulce colonia y su crema
para peinar. El viento jugueteaba con sus rizos, los cuales no permitía que los
tocase a menos que estuvieran sin encremar, eso creo. Sin más que hacer, pensé
que ese viaje duraría toda la vida, pero toda la vida tampoco dura todo el
tiempo, así como el viaje que no duró una vida pero se terminó. Todo se
termina, la fiebre también, en algún momento.
Doctor, me duele la garganta, la
tengo inflamada, tengo fiebre, he tenido dolores de cabeza. El doctor jugaba
michi en su hoja creo, porque no apuntaba nada de lo que le decía. Dejó de lado
su pequeña radio, es más, no sé si sería doctor. Sacó de una caja de antiácidos
un par de pastillas. Me las dio. Cada ocho horas una de cada una. Lo quedé
mirando como quien dice: “¿Es todo?” y antes de redondear mi expresión, me miró
fijo y me dio un lapicero. Firma tu consulta. ¿Puedo tomar una ahora? Entonces
él miró a la chica de afuera. ¿Vas a comer algo?
Creo que sí doctor. Bueno,
entonces tómate una. Eso hice y me fui con ella a comer. Ya habíamos quedado en
ir a comer, hubiera estado muriéndome pero tenía hambre, mucha hambre. Nos
sentamos y olíamos el pollo y las papas. Ella me tomó del hombro, me sonrió
como siempre solía hacerlo y me dijo que no me moviera. Se sacó su casaca
morada con estampado en la espalda de una suerte de duende barrigón, orejón y
sin un ojo, color verde, y me dijo que me la ponga, hacía mucho aire, a pesar
que empezaba el verano.
Estaba a lo lejos, haciendo la
cola, había mucha gente, el lugar era muy popular, con la justa conseguimos una
mesa. Con el dolor de cabeza y espalda, fiebre y la nariz que goteaba, me
conmoví al ver a una “extraña” que me cuidaba y se preocupaba por mí con tanto esmero. Pestañé y respiré hondo. En
eso, ella volteó y ni bien me miró me hizo una seña con sus mano extendida y
sus dedos moviéndose. Me mandó un beso. Hubiera querido que ese instante durara
una vida, pero aun si durara una vida, ya sea larga o corta, siempre se termina
y llega a un final. Aun la vida tiene un fin, y no todo dura tanto como uno
piensa. Y mucho menos una vida, que es tan impredecible que termina de manera
tan súbita. Una “vida”, no es garantía de durabilidad, de eternidad.
Haciendo la cola, esperando,
luego levantando su mano con el ticket, trayendo la bandeja, dejándola allí
para traer las cremas y esos ida y vuelta solo porque yo estaba enfermo. Y todo
fue para mí en ese momento. Recuerdo tantas otras veces cuando comíamos,
conversábamos y reíamos, pero no recuerdo otro momento tan interesante cuando
ella comenzó a contarme los capítulos de “The
Big Bang Theory”. Aquella noche, en compañía del pollo frito y las papas de
Popeye’s, se consagró como relatora, ya que cautivó mis cinco sentidos con su
descripción de los episodios.
Sheldon y su egocéntrico proceder,
el introvertido Leonard y la atolondrada Penny que hacían una pareja dispareja
más encantadora como lo éramos en ese momento ella y yo. Y era como si esa
historia de las diferencias encontradas y convertidas en romance se repitieran
en cada momento y fuéramos también nosotros, testigos que eso es verdad, más
que verdad una pura sincera… eso. Y ella seguía contando y yo, muy fascinado
por la temática, quise ver la serie, es más, podríamos comprar DVD’s y verla
juntos algún momento.
Verla tan dispuesta y complacida en ese momento, no contuve una lágrima. "¿Te sientes mal?" No, es un casi estornudo, le dije. Enfermo, con fiebre y hambriento,
devoraba el pollo y las papas. Algunas de ellas, se la daba en la boca y ella
me lo recibía con una sonrisa. Ella me daba pollo y nos gozábamos en nuestro
dar y recibir. Quería que eso durara toda una vida, pero así como la vida, todo
puede terminar más rápido de lo que uno piensa. No todo dura tanto como una
vida, pero sí termina de la manera más abrupta al igual como se apaga una vida.
Y eso, era casi como una vida, solo que no duró tanto como para llamarla así.
De regreso, ella me hizo sentar,
aún con su casaca abrigándome la espalda, sus brazos alrededor de mi cuello, me
estrechó contra su cuerpo y me hizo descansar en todo el trayecto. Me rascaba
mi cabeza, me acariciaba el cabello y por ratos, me daba suaves besos a la
altura de la frente. Respiraba tranquilo y quise, quise con todas mis fuerzas
que ese momento durara toda la vida, pero solo duró menos de 20 minutos, hasta
donde ella se tuvo que bajar. Fue cuando ella bajó, me besó. Y aquel momento
que quise que durara toda la vida, no duró más. Y es así, porque una vida no
dura más de 20 minutos en ocasiones y es tan cortante como el momento en el que
se tuvo que ir. Ahora solo quedaba yo…
Llegué y reposé en cama. Me
sentía mal, pero el corazón estaba totalmente sano, fuerte y fortalecido. Si el
cuerpo fuera un corazón, entonces estaría lleno de vitalidad incontenible. Solo
quería que ese momento, no solo dure una vida sino que durara más, o que
volviera, pero lo que debo entender en que las cosas sí duran una vida: tan
largo como lo creamos que es, tan súbito como se termina una vida, tan intenso
y tan doloroso como lo que significa vivir una vida. Y la vida no garantiza que
dure los años que dura en promedio, sino que todo tiene una vida de duración y,
como los focos o las pilas, su tiempo de vida depende de cuánta energía se use
y como todo en la ‘vida’, con cuánta energía queremos y amamos para que
intentemos calcular hasta qué momento se terminará esa vida. No todo dura lo
que vivimos, porque tiene su propia vida, tan repentino para existir, tan súbito
para desaparecer o morir.
Quería que dure una vida. En esa
noche estaba tan contento que el dolor de cabeza era lo de menos y la fiebre
debería pasar para el amanecer. Me puse cómodo y pase canal por canal. Y en
Warner, estaba dando “The Big Bang Theory”. Comencé a ver, era justo y capítulo
que me había contado en Popeye’s, y sí, me gustó, pero lastimosamente, dos
minutos después, terminó el episodio y dio otra cosa. Quise que durara más.