Todo lo demás, es un sueño...

Todo lo demás, es un sueño...
...sueña que es cierto

lunes, 11 de marzo de 2013

Cuando conocí a Ampuero


Un encuentro casi poético para mi carrera, como poesía misma, que es indispensable aunque no se sabe para qué diablos sirve. Dicha frase, en una entrevista con Milagros Leiva, citó Fernando Ampuero sumergido en esa risa gruesa y resonante. Con el encanto de un viejo marino, que da la impresión que en algún momento se va a inclinar, cerrar un ojo, abrir otro y con una sonrisa alargada como con gancho de carnicería, te coquetearía sentenciando, con su tic al terminar de hablar, con su vibrante, seco y humorístico “¡Ah!”.
Con un nombre que remece los oídos de periodistas y en el círculo literario de nuestro país congrega a muchos colegas y artistas de las letras. La fascinante mente de Fernando ha iluminado los relatos y cuentos más interesantes desde la penumbra para que el mundo los vea, los lea y sepa de su existencia.
Con esa sonrisa confiable, sabe perfectamente como imponer su posición de hombre duro y enorme, pero en microsegundos, se convierte en un niño encandilado por la literatura y el sabroso gusto de saborear libros, páginas y páginas de diversión nacional e internacional. Y no lo oculta, ya que se pone la banda de hincha ‘Ribeyriano’, con su corazoncito ‘Hemingayano’ con tendencia ‘Capotezca’ pero con la convicción ‘Borgista’.
Y su inclinación, como lo dice, es de cuentos. “Soy básicamente un cuentista”, eso escuche por primera vez, creo que muy tarde, en una entrevista con Beto Ortiz donde presentó su libro donde compilaba sus cuentos y relatos, titulado: “Antología Personal”. Allí paso a descubrir a aquel gran hombre en edad ‘venerable’, como lo dijo en otra entrevista, que a pesar de su porte imponente, sabía convertirse en niño grande, jovial y que usaba el arma más dulce, placentera y sublime como lo son las letras.
Su historia, la de su sentencia clínica hacia los brazos de la muerte en pocos meses lo llevó, junto conmigo, a un viaje de placer para disfrutar de lo restante de la vida, y yo del redescubrimiento del placer a escribir, hasta que se comenzó a percatar que estaba de todo, menos moribundo y que dejó de lado su futuro suicidio para retomar con el andar de la vida, aquella tan larga y fugaz a la vez, que así como los instantes, se ilumina y se puede apagar cuando menos lo pensamos. Es como esa historia, real y no ficticia de su vida, me hizo poner los cinco sentidos en ese hombre con aspecto de marino bonachón que te sentenciaba con un "¡Ah!" al terminar una frase, como dándote pie a responder.
En julio compré la Antología Personal y sin duda es un talento en manifiesto, un amor a las letras que sabía inculcar en mi corazón, cabeza y dedos deseosos de teclear. Y en octubre, un 31, por la noche, en Miraflores, donde se daba a acabo una Feria del Libro, tuve el placer de ir a la presentación de “Un Viaje de Ida”. Una noche en que vería al autor en acción, a escasos metros de mí y posteriormente a centímetros, donde su resonante voz podría hacer vibrar mi pecho y que sea más verídica que la de los parlantes de la computadora donde había visto otras entrevistas como la que le hace Marco Aurelio o la misma Leiva.
Presentó su libro en compañía de Patricia del Río, que lo describía como jefe y periodista. Él, aun mudo, escuchaba y sonreía, con aquella barba que delineaba y hacía más auténtica su sonrisa hasta que tomó la palabra. Para qué, muy carismático hombre del otro lado del escenario donde compartía pequeñas bromas y daba adelantos de qué se trataba su obra, sus pequeños relatos y de cómo la vida es un viaje de ida, ya que no hay vuelta a atrás. Así de sencillo, así de simple. Así de irremediablemente triste. 
Escuchaba cómo es que el prolífico escritor decidió serlo, cómo es que nació su amor a la lectura y fue cuando mi corazón saltaba de entusiasmo y de gran motivación de reafirmar aquel gusto o mejor dicho, vocación que se afianzaba en mí con mayor solidez. Sin duda que aprendí que es un oficio con beneficio y el que sale ganando es el autor y el lector. El placer de ser creador no tiene precio y, a la vez, somos lectores de igual manera que gozamos y nos deleitamos de saborear un exquisito libro en la mañana, tarde, noche o madrugada inquieta, nada como el delicioso papel letrado que contiene historias inmortales.
Ahora que terminaba su presentación, quedaba acercarme al marino enorme de bonachón aspecto para que firme la Antología Personal, ya que no pensaba, por el momento comprar Viaje de Ida. Estar frente a él, cara a cara y confirmar cosas, si es tan bonachón como se ve o tan cascarrabias como le permita su ‘venerable edad’. Enorme mano que estrechó la mía y con encandilados ojos, le dije “Un gusto señor Ampuero”. ¿Me firma su libro? Aún no compro el Viaje de Ida, pero muy pronto. “¡Ah qué bueno!, a ver”. Eso dibujó en mí una sonrisa de tranquilidad que motivó a que le confiara algo simpático que tenía que ver con su libro. “Ya hubiera querido que en mi vida existiera una ‘zurda’”. Eso lo hizo chasquear con una sonora risa. Me miró por un segundo y me preguntó el nombre. Me retiré a un lado del salón con mi trofeo firmado y con las emociones al tope porque estaba más que empilado por volver a casa y escribir como loco. Y como loco se volvieron mis ímpetus, ya que saqué lo que tenía de la billetera y compré El Viaje de Ida. ¿Tendría otra oportunidad de tener a Fernando Ampuero a escasos metros y disponible a firmarme mis libros como ahora? Eso pensé.
Volví a él y grande su sorpresa al verme otra vez, frente suyo, menudencia pequeña de hombre y con libro nuevo, deseoso de que se lo firmara. “Cómo no”, me dijo con su firme voz, que no era nada ‘venerable’ como su edad, sino potente. Fue cuando levantó una ceja, de hecho que mi energía no era de cualquiera, o por lo menos con un poco de vanidad conjeturo esto, y me dijo: “¿Es usted un escritor?” Con mi camisa a rayas, corbata color vino y mi terno azúl noche, daba la impresión de un hombre de letras, cosa por la que lucho cada día de mi vida.
Aún no señor, pero quiero serlo algún día como usted. Hizo una mueca positiva, volvió a verme y dijo mi nombre para confirmar que era aquel que debía escribir para la firma. Ello me hizo elevarme más de la tierra y con gusto, mi ego habrá despegado dos o tres metros de donde estaba de pie. No sé si era porque, en algún momento tendría una anécdota de un retazo de hombre que con entusiasmo quería ser un escritor y lo estuvo jodiendo firmando sus libros o por los tres vasos de trago corto que me había bebido.
Esa noche no solo vi al escritor que había convertido en un referente, escuché y hablé con él. Sin duda tal cual como se pinta en las entrevistas, ni más ni menos, era simplemente Ampuero, hombre de cuentos, letras y literatura que presentaba un libro más para compartirlo a la sociedad y que lo lea quien quiera leerlo. Aquel hombre con aspecto de marinero bonachón y de “¡Ah!” resonante que no podía evitar se convierta en su sello de charla y conferencia. Sin duda, visto, escuchado, hablado y leído, no olvido el día en que conocí a Fernando Ampuero.

Cuando la gripe dure una vida


La tos nunca hace buena combinación con la risa, o será solo conmigo, porque cada vez que quiero reírme, la que marca el ritmo es la maldita tos. Si no contamos el dolor de cabeza junto con el calorcito del aliento y el de las mejillas, entonces sabremos que la gripe pasó a otro nivel, el más molestoso que puede haber. Paseando por el mercado de arenales me di cuenta, solo superficialmente, que mi nariz estaba más tapada que de costumbre y las sonadas de nariz se hicieron más frecuentes, hasta llegar a niveles de constante recurrencia, molesto pitillo que entonaban mis fosas nasales, mis pegajosas fosas nasales.
Cuando le di un beso se dio cuenta. Fue cuando insistió en tocarme la frente. “¡Oh por Dios, estás con fiebre!”. Miré a ambos lados y supe que era confirmado que de por vida, todos, excpeto yo, sabría cuándo tengo fiebre y ser el último en enterarme. Y lo más frustrante, nunca sé si alguien está con fiebre con tan solo tocarlo, no sé hacerlo, pero los demás sí y conmigo funciona de maravilla supongo. Sí, tenía fiebre.
Entonces era por eso que comenzaba a sentir un poco de escalofríos y mi congestionado hablar era cada vez más tupido y estúpido. Era como cargar con un anciano de apariencia de 20 años. Pasó, cual serpiente, su brazo alrededor de mi cuello, me sostenía con su otra mano la mía. Caminamos rápido para irnos al tópico, pero quería seguir viendo más réplicas de The Joker que interpretó Heath Ledger, pero su categórico no fue casi tan contundente como una ordenanza de mi madre, y cómo no si su temple era tan firme como la de un general.
Salimos de allí y me abrazó como si se cuidara un tesoro. Tomando aspecto de gato, me enrollé lo más que pude y me dormí un par de minutos sumido en el aroma a su dulce colonia y su crema para peinar. El viento jugueteaba con sus rizos, los cuales no permitía que los tocase a menos que estuvieran sin encremar, eso creo. Sin más que hacer, pensé que ese viaje duraría toda la vida, pero toda la vida tampoco dura todo el tiempo, así como el viaje que no duró una vida pero se terminó. Todo se termina, la fiebre también, en algún momento.
Doctor, me duele la garganta, la tengo inflamada, tengo fiebre, he tenido dolores de cabeza. El doctor jugaba michi en su hoja creo, porque no apuntaba nada de lo que le decía. Dejó de lado su pequeña radio, es más, no sé si sería doctor. Sacó de una caja de antiácidos un par de pastillas. Me las dio. Cada ocho horas una de cada una. Lo quedé mirando como quien dice: “¿Es todo?” y antes de redondear mi expresión, me miró fijo y me dio un lapicero. Firma tu consulta. ¿Puedo tomar una ahora? Entonces él miró a la chica de afuera. ¿Vas a comer algo?
Creo que sí doctor. Bueno, entonces tómate una. Eso hice y me fui con ella a comer. Ya habíamos quedado en ir a comer, hubiera estado muriéndome pero tenía hambre, mucha hambre. Nos sentamos y olíamos el pollo y las papas. Ella me tomó del hombro, me sonrió como siempre solía hacerlo y me dijo que no me moviera. Se sacó su casaca morada con estampado en la espalda de una suerte de duende barrigón, orejón y sin un ojo, color verde, y me dijo que me la ponga, hacía mucho aire, a pesar que empezaba el verano.
Estaba a lo lejos, haciendo la cola, había mucha gente, el lugar era muy popular, con la justa conseguimos una mesa. Con el dolor de cabeza y espalda, fiebre y la nariz que goteaba, me conmoví al ver a una “extraña” que me cuidaba y se preocupaba por mí  con tanto esmero. Pestañé y respiré hondo. En eso, ella volteó y ni bien me miró me hizo una seña con sus mano extendida y sus dedos moviéndose. Me mandó un beso. Hubiera querido que ese instante durara una vida, pero aun si durara una vida, ya sea larga o corta, siempre se termina y llega a un final. Aun la vida tiene un fin, y no todo dura tanto como uno piensa. Y mucho menos una vida, que es tan impredecible que termina de manera tan súbita. Una “vida”, no es garantía de durabilidad, de eternidad.
Haciendo la cola, esperando, luego levantando su mano con el ticket, trayendo la bandeja, dejándola allí para traer las cremas y esos ida y vuelta solo porque yo estaba enfermo. Y todo fue para mí en ese momento. Recuerdo tantas otras veces cuando comíamos, conversábamos y reíamos, pero no recuerdo otro momento tan interesante cuando ella comenzó a contarme los capítulos de “The Big Bang Theory”. Aquella noche, en compañía del pollo frito y las papas de Popeye’s, se consagró como relatora, ya que cautivó mis cinco sentidos con su descripción de los episodios.
Sheldon y su egocéntrico proceder, el introvertido Leonard y la atolondrada Penny que hacían una pareja dispareja más encantadora como lo éramos en ese momento ella y yo. Y era como si esa historia de las diferencias encontradas y convertidas en romance se repitieran en cada momento y fuéramos también nosotros, testigos que eso es verdad, más que verdad una pura sincera… eso. Y ella seguía contando y yo, muy fascinado por la temática, quise ver la serie, es más, podríamos comprar DVD’s y verla juntos algún momento.

Verla tan dispuesta y complacida en ese momento, no contuve una lágrima. "¿Te sientes mal?" No, es un casi estornudo, le dije. Enfermo, con fiebre y hambriento, devoraba el pollo y las papas. Algunas de ellas, se la daba en la boca y ella me lo recibía con una sonrisa. Ella me daba pollo y nos gozábamos en nuestro dar y recibir. Quería que eso durara toda una vida, pero así como la vida, todo puede terminar más rápido de lo que uno piensa. No todo dura tanto como una vida, pero sí termina de la manera más abrupta al igual como se apaga una vida. Y eso, era casi como una vida, solo que no duró tanto como para llamarla así.
De regreso, ella me hizo sentar, aún con su casaca abrigándome la espalda, sus brazos alrededor de mi cuello, me estrechó contra su cuerpo y me hizo descansar en todo el trayecto. Me rascaba mi cabeza, me acariciaba el cabello y por ratos, me daba suaves besos a la altura de la frente. Respiraba tranquilo y quise, quise con todas mis fuerzas que ese momento durara toda la vida, pero solo duró menos de 20 minutos, hasta donde ella se tuvo que bajar. Fue cuando ella bajó, me besó. Y aquel momento que quise que durara toda la vida, no duró más. Y es así, porque una vida no dura más de 20 minutos en ocasiones y es tan cortante como el momento en el que se tuvo que ir. Ahora solo quedaba yo…
Llegué y reposé en cama. Me sentía mal, pero el corazón estaba totalmente sano, fuerte y fortalecido. Si el cuerpo fuera un corazón, entonces estaría lleno de vitalidad incontenible. Solo quería que ese momento, no solo dure una vida sino que durara más, o que volviera, pero lo que debo entender en que las cosas sí duran una vida: tan largo como lo creamos que es, tan súbito como se termina una vida, tan intenso y tan doloroso como lo que significa vivir una vida. Y la vida no garantiza que dure los años que dura en promedio, sino que todo tiene una vida de duración y, como los focos o las pilas, su tiempo de vida depende de cuánta energía se use y como todo en la ‘vida’, con cuánta energía queremos y amamos para que intentemos calcular hasta qué momento se terminará esa vida. No todo dura lo que vivimos, porque tiene su propia vida, tan repentino para existir, tan súbito para desaparecer o morir.
Quería que dure una vida. En esa noche estaba tan contento que el dolor de cabeza era lo de menos y la fiebre debería pasar para el amanecer. Me puse cómodo y pase canal por canal. Y en Warner, estaba dando “The Big Bang Theory”. Comencé a ver, era justo y capítulo que me había contado en Popeye’s, y sí, me gustó, pero lastimosamente, dos minutos después, terminó el episodio y dio otra cosa. Quise que durara más. 

domingo, 10 de marzo de 2013

La oveja y el mar


La brisa marina era refrescante, a pesar de que traía consigo la jodida arena que me entraba en todos los poros de la cara. Por suerte había comprado mi sachet de bronceador, el doble del precio normal, así es a una cuadra antes de llegar a las blancas arenas de Punta Hermosa. Habíamos decidido ir a la 'sección exclusiva', cosa que resultó volver a la zona ‘popular’ ya que se nos ocurrió preguntar dónde alquilaban sombrillas. No, allí no alquilan. Me iba cantando, muy desafinado, más que de costumbre porque fue al propósito, de igual manera no tendría por qué, ya que me sale de la misma manera, con ganas o sin ellas. “Camino por el ‘bulevar’ de los sueños rotos, solo, solo…”
Al mismo estilo de Green Day, solo que en lugar que el “I walk alone”, yo decía: “Solo,…solo”, sin vergüenza ni consideración. De la mano de mi enamorada, que refunfuñaba por el maldito sol, estaba tranquilo, me sentía bastante cómodo, es más, no había más que podría desear en ese momento. Tenía sol, playa, lentes oscuros, brisa marina, una ropa cómoda, la compañía de mi ‘amor’, a pesar de sus engreídas declaraciones que me hacían sonreír. Pasamos de la exclusiva zona vip para llegar a la del barrio fino, ya que podíamos sacar el taper con arroz con pollo sin miradas incrédulas.
Una alfombra, no solo de arena, sino de toallas permitía que podamos echarnos. Sin duda que no era la zona vip, ya que disfrutábamos de la sombrilla alquilada por el tío de short color verde y rollizo abdomen. Mi señorita sirena se echó a mi lado después de su chapuzón y luego de darle un beso y saborear la sal, puse mi brazo alrededor de esbelta figura, (sé que me desmentiría al decírselo) me quedé dormido. La suave brisa y el romper de las olas, la espuma distante y olor a sal, eran los condimentos perfectos para reposar al lado del mar.
Ella me tomó de la mano, fue cuando me saqué los lentes. Era la primera vez que íbamos a la playa. Uno de tantos lugares que estaríamos por visitar y eso que no menciono el dulce invierno, donde podremos visitar miles de cafés. Y qué decir de los que hay por toda Miraflores, en fin. Ella se notaba preocupada, quiso decirme algo pero se mordía los labios. Así que, se puso su ropa, cosa inusual, ya que no hacía mucho que habíamos llegado. Entonces fue que me dijo que teníamos que hablar.
Regresé a casa, era tarde. Aún resonaba el ruido de las olas del mar y me parecía estar saboreando la sal en los labios de ella, pero fue un placer que no me duró mucho. Me duché, pero aún creía sentir dicho mar en mis brazos o el aroma de ella. Sí, era que la sal de mis lágrimas se confundía con el sabor de sus besos en aquella tarde. Así, me dormí, más confundido que cansado, con el dolor, no solo por el ardor de la espalda, sino por aquel fuego que sabía, pero no quería aceptar, que tendría que ser apagado por mí, a pesar que no lo quería. No lo quería.
Abrí los ojos. Estaba solo. No había ruido alguno. No me había tapado pues, era verano. Miré a todas partes. Y cuando me acordé lo que había pasado en la playa, pensé que estaba viviendo una irrealidad. Me puse nervioso. Así es, nervioso y extraño. Estaba solo. Me sentí solo, aunque parezca mezquino, radical y exagerado. Miré a todos lados y sabía que esa rechonchita mano con aquellos delicados deditos no volvería a tomarlos y a besarlos como todos los días. Debe ser un sueño, pero no. Y seguía con los ojos abiertos, respirando e inmóvil. Es, para que me entiendan algunos, como aquella mañana del día siguiente de haber terminado la universidad o el colegio. Sabes que todo lo estudiado, tu rutina o esos papeles, ya no significan nada. El parcial, el final, la matrícula, el proyecto que hice mal, la tarea no hecha, las clases que perdí… No importa, ya fue.
Seguía así, y quise dormir para olvidarme de que había despertado en una pesadilla donde me esperaba afrontar que los días con mi señorita se habían acabado. Pensé que era una mentira, un truco de mi mente. En unas horas sonará el teléfono, me llamará, oiré su voz, saldremos, pasearemos, es que, ¡quedan cosas en el tintero, maldición! Pero no. Ni en el día, ni en la semana sonó el celular, ni salimos, ni paseamos, porque fueron los proyectos, informes, clases perdidas que ya no importan porque ya fueron. Ya fue, se quedó en el tintero, y ya todo se terminó, no importa más.
Me tomé de la cabeza. No puedo creer que las cosas estén así. Me desesperé, tuve que irme. Salí, tomé un carro, fui hasta su casa. Frente a la puerta, mi corazón martillaba y rompía el vidrio de la entrada. Paso a paso se hacía camino, bajó las escaleras y cuando abrió la puerta vio que la reja estaba abierta, ha de ser un payaso que pasó a molestar. Salió, cerró la reja refunfuñando un improperio entre dientes al cretino que se atrevió a hacerla bajar mientras la obligaban a limpiar su casa.
De lejos, la vi. Estaba desgreñada. Pero hermosa como siempre. Es que, con maquillaje, sin él, al natural o como fuese, es hermosa. Es tan desafiante e imponerme con sus ideas que la hacen mujer decidida, pero que muy dentro de sí, es una oveja inocente con enormes ojos que te hablan por sí solos. Era más frágil de lo que su decidido porte aparentaba. Y ahora solo podía verla de lejos. Y lo peor de todo, era que debía acostumbrarme a ello.
No podía leer nada. Los recuerdos caían como catarata inmisericorde y violente en mi mente. Y con ellos, la sal de mis lágrimas que, me deprimían tanto, que no cabía la furia de mi orgullo para decirme a mí mismo que no debía llorar. Inútil en ese momento. Pero aun así, siendo casi medianoche, cerré los ojos resbalosos y no recuerdo más. Hasta que en un momento sentí un escozor. Una brisa lacerante y repentina, un bullicio incontenible me asustó y abrí los ojos.
¡Cristo!, grité. Había miles de personas en mi cuarto, estaba semidesnudo, podía sentir el romper de las olas. Parecía tener un velo opaco en los ojos, escuchaba es reposar del agua. Me incorporé y miré a mí alrededor. Respiré como si hubiera corrido una maratón y solo pude ver a los bañistas, el sol brutal al otro lado, pero solo yo lo veía oscuro y deprimente. Ella, a mi costado, se levantó y me preguntó: “Amor, ¿te sientes mal?”
La miré, voté los lentes, la besé hasta limpiarle todo el sabor sal que había en sus labios. Y con grandes ojos expresivos, como el de una oveja, me quedó viendo. Yo, aun temblando y con el ‘barajo’ del sudor, justifiqué una gota por mi ojo. Miré a todos lados y la tomé de los hombros. Respiré aliviado, aun un poco asustado y con un terror potencial en reserva dentro de mis huesos. “No. Tuve una pesadilla. Es todo…”

viernes, 8 de marzo de 2013

Bicho raro, no el de Ampuero, sino Javier



Fui a ver Hitchcock. La película en la que actúa el legendario Anthony Hopkins y la gran Hellen Mirren. Sí, un martes (cuando es más barato) que estaba el clima extraño, muy frío por San Miguel, sol por el centro de Lima y sofocante dentro del carro, en fin. Para qué, valió la pena beber esa gaseosa helada que me jodió la salud cuando parecía que me sanaba. La canchita, a pesar de ser pequeña la caja, duró casi una hora, en la que el genial Hopkins, encarnando al maestro del suspenso, se lucía a más no poder y nos arrancaba, al poco público que allí había, carcajadas y aplausos al ritmo de su siniestro sentido del humor.
Gocé, disfruté y sonreí de oreja a oreja. Y es que, luego de haberme divertido tanto esa tarde en el cine, me puse a pensar y recordé cuando compraba mi cancha. Parejas, señoritas con sus enamorados, ‘culisueltas’ y ‘wachiturros’, ‘amixers’ y demás. No cabe duda que el cine es el lugar perfecto para tener una cita romántica, pasarla bien con la pareja y compartir una película con esa persona. Pero, ¿se puede ir solo al cine? O ¿por qué a veces se cree que es ‘raro’ ir solo?
Ir al cine es también ir con una amiga,  el amigo, el grupo de amigos, la trampa, los hermanos, la familia… e incluso solo. Será porque, así como nos han ‘vendido’ la idea (o la necesidad) de comer mientras se ve la película, se cree que no es lógico ir solo al cine. Lo que sí es evidente es que, así como una obra de teatro, concierto, partido de fútbol, el cine es un espectáculo, donde se va solo o acompañado.
Pero me gradúo de ser extraño, ya que, si bien he gozado yendo al cine con amigos, con pareja, con familia, también gozo (con un gustito particular) al ir solo. Por ejemplo, digamos, ese día quería ir a ver Hitchcock, película basada en el afamado director de cine de terror. Muy bien hermano, ahora invitemos a los amigos. Mala idea. Si les das para elegir una película como esa, con otros títulos, y considerando que Hitchcock se exhibe en dos cines, precariamente, entonces, ¿Qué podemos decir? O más bien, ¿qué te podrían decir? “La vez cuando vengas tú solo”
¿Acaso es malo eso? No, gran idea  que te da la gente cuando menos te lo imaginas. Si quieres ir a ver Hitchcock y la mayoría quiere ver “Mi novio es un zombie”, debes sujetarte a los demás si decidiste ir con otros que no comparten tu idea. Así que, ¡Hey! Amigo, fui a ver Hitchcock. ¿Con quién? “Emm… yo solo”. ¿Solo? Pero por qué… Me muero de la risa. Carajo, ¿no me dijiste que si quería verla me fuera solo?  Pero bueno, es así. Me fui a ver dicha película que sé, obviamente, que no a muchos les agradaría verlas porque no es tan ‘comercial’, claro, pero no es obstáculo para privarse del gustito de ir a verla al cine. Me hizo recordar cuando fui a ver El cisne negro con Nathaly Portman, otra experiencia genial. El día que ir solo esté prohibido en las salas de cine, será el día que me sentiré atado a los títulos comerciales, que dicho sea de paso, no todos son malos, OJO.
En fin, salí con gusto, satisfecho porque no les malogré la tarde a mis amigos que de seguro no hubieran elegido ver eso, sino otro título. No importuné a nadie por ver Hitchcock y no Tadeo. Contento y con ganas de visitar más veces los cines, salí de la sala donde las pocas personas que habían dentro se quedaron viendo los créditos, cosa que comparto 100%, pero debido a que la Pepsi me quedó inmensa y no suelo dejar ni cancha ni gaseosa, debí irme corriendo al baño para salvar mi vida. Una vez más tranquilo por el bienestar de mi vejiga, salí y vi la gran cantidad de parejas, ‘wachiturros’, ‘culisueltas’, algunos escolares, jóvenes saliendo de otras salas. Supe que esa cantidad no iba a entrar a ver la película que yo iba a ver, lo confirmé al contar las 10 personas, junto conmigo, en la sala de Hitchcock. No salí decepcionado, pero sorprendido. Afuera, en la boletería, una chica le decía a su compañero, ¿qué es eso de ‘hishcóc’ ja,ja? El chico se quedó callado. Le doy el beneficio de la duda, pero al juzgar lo que oí, se irán a ver Tadeo.



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