Fuente: rodrigogurgel.com.br |
Nada podemos hacer aislados.
Aunque digamos que nos gusta ser nosotros junto a uno mismo, siempre
necesitaremos de alguien más. Instintivamente buscamos la compañía: Caminar con
alguien, sentarnos con alguien, comer, beber, sonreír y hasta discutir. Para pelear
se necesitan dos. Y pelearse consigo mismo no resulta tan satisfactorio al
final del encuentro.
Pero a pesar de que inconscientemente
queramos escapar de ella, siempre terminamos buscándola: La soledad. Hay
trabajos que requieren indispensablemente de aquel ingrato ingrediente. La
realización de diversos emprendimientos necesita de la soledad para poder
llevarse a cabo satisfactoriamente.
El oficio de escribir no requiere
del más absoluto silencio, del confinamiento voluntario a una cárcel sin
puertas traseras. La creación solo necesita de una sola persona: Uno mismo. En
ese momento sí que soy yo, junto conmigo y nadie más.
Es, sin duda, el trabajo más
solitario que pueda existir y aunque me puedan enumerar otros; al final solo
soy yo junto con mis fantasmas; aquellos viejos conocidos que esperan dormidos
hasta ese momento, hasta el justo momento en que decido soltarlos, el momento
en que me sirven: El dolor, la vergüenza, la frustración, la cólera, el temor…
se vuelven letras. Amasijo para personajes tan imperfectos como el creador para
poder contar una historia.
Una catarsis sin sentido porque
si no escribo para mí, para otros, para algunos o para nadie, ¿por qué lo hago?
Novelas llenas de fantasmas que tienen mi ADN, mi propia cólera como sello y
mis añoranzas licuadas páginas por páginas con ideología propia haciéndola
valer como norma de vida solo porque la realidad es la máxima justificación
para la ficción. Jamás la ficción será más que la realidad, porque ésta última
es mucho peor e impredecible.
Cuentos y relatos que mueven
personajes que no son otros que yo mismo, aunque quiera disfrazarlos con otras
ropas, ponerles otros nombres, teniendo otro sexo, otras ideas… Siguen teniendo
mi mismo ADN. Todos son yo. Es más, yo los creé, yo decido [o creo hacerlo] qué
hacen, qué les pasa, cómo reaccionan, cómo piensan… Por un momento, muy muy
blasfemo, soy un dios. Y al mismo tiempo no lo soy, porque ellos siguen siendo
yo… no creé nada.
Pero por más mundos que pueda
recrear, describir, dibujar con letras o copiar, no habrá más que la oscuridad
y el eco del teclear. Solo soy yo conmigo mismo. No hay profesión más desoladora
que escribir, ni empresa más solitaria que el leer.
Cuando leo dejo de ser yo.
Desaparezco, casi igual como cuando escribo, y me dejo conducir por un río
movido por una voz e intelecto totalmente distinto al mío. Él, aquel autor, me
cuenta una historia. No importa que tan corta, extensa, cuántos tomos tenga.
Aquella nunca dejará de ser una historia. Desde “había una vez…”, hasta lo más
elaborado, todo es igual… Y no cambia en absoluto el hecho que él, aquel autor,
está tan o más solo como lo estoy yo cuando escribo [en este caso leo].
Si somos seres que comprendieron
que como tales, no podrían sobrevivir solos, ¿por qué buscamos la soledad? Será
la infantil idea de añorar algo que, muy en el fondo sabemos que es una
ilusión. Leemos y nos encerramos en un paraje de libertad multidimensional,
testigos de un concepto maravilloso cuyo requisito sería, únicamente el
silencio. El silencio y nosotros mismos, nada más. Pero es una ilusión, porque
luego tendremos que cerrar el libro: Romper –queramos o no- el candado. Y bajar
del carro, avión, entrar a trabajar, a la oficina, a dormir, a clase, etc.
Entonces, ¿qué tanto nos puede
agradar la soledad? ¿Por un rato nada más? A veces queremos estar solos, que
nadie nos hable, nos mire. Que nos ignoren, ser invisibles. Pero eso no durará
mucho tiempo. Ni cuando leemos y ni cuando escribimos. Pero cuando escribo soy
libre. Libre de ser yo conmigo mismo. Y abrazo la soledad, la invito a pasar.
El ruido de la soledad es el perpetuo combustible para crear. Solo son mis personajes
y yo… En otras palabras yo conmigo mismo y nadie más.
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