Sacó dos cigarrillos del bolsillo
interno de su saco negro. Uno para él, otro para ella. Es cierto, a su lado no
había nadie, de ello ya había pasado mucho tiempo. Por un momento se quedó
quieto, entre bullicio, alcohol y aromas
diversos de bohemia. Sus lentes oscuros disimulaban mejor sus pensamientos que
el propio silencio de sus confesiones a las botellas que miraban el vacío de su
rostro. Sumado a la desolación de sus recuerdos, estaba asomando escondidamente
una sonrisa, pero opacada por las atribulaciones.
Olió como si fuera su último acto
el cigarrillo que tenía entre sus dedos. Aún quedaba otro, pero aquel tenía
dueña, a pesar que no sabía dónde michi esté. Llamó al mesero, con singular
tonito y complicidad silenciosa, le dijo que le traiga un seco, él asintió y lo
despidió como Óscar. El mesero levantó una ceja y él sonrió de par en par con
la cabeza alzada como un gato cuando huele el pescado.
Miró por la ventana y observó la
desolada avenida que se mezclaba con el frío congelante de la temporada
invernal. Sonrió otra vez y recordó más cosas. Llegó Óscar con la botella,
entornilló el saca corchos y con rápida maestría sacó el corcho y dicho sonido
lo sumergió en otros tiempos. Tiempos más felices.
Gracias Óscar, fue lo que hizo
que frunciera el ceño el recién bautizado mesero. Ello motivó que saque del bolsillo
un billete que, si quisiera, el mesero se pondría en cuatro patas. Entonces,
Óscar se fue y lo dejó con la copa y la botella del seco y su aroma penetrante.
Llenó la copa y sintiendo su esencia, se dejó llevar.
Aquella avenida, la de afuera,
caminó tantas veces al lado de la ausente en aquella mesa, la dueña del
cigarrillo. Su sonrisa tembló hasta hacerse curva. Ahora los lentes ocultaban
más que sus simples ojos llenos de artimañas. Sus ojos se llenaron, también, de
nostalgia. Bebió y volvió a dicho asiento, bajo la luz amarilla.
Le tomó de la mejilla, estaba
llorando y no quiso verla triste. Jamás volvería a verla llorar, ya que en ese
instante le había arrancado una sonrisa. Sus ojos se cerraron y encontraron los
labios de ella porque el calor del lugar y la luz amarilla eran tan fríos como
los golpes que da la vida y los idilios incomprensibles del maldito asar.
Abrió los ojos y volvió a sorber
un poco de la copa brillante que lo estremeció hasta el tuétano. Su borrachera
de fin de semana lo hizo perder los estribos, pero encontró en las palabras de
aliento y cariño, el mejor tranquilizante para sus culpas y remordimientos de
ebriedad. Ya en una ocasión lloró en su pecho, ahora, le tocaba a él, encontrar
un refugio.
Sus ojos estaban llenos de
lágrimas y no quiso seguir con la copa, sino, empezar con el cigarrillo. Lo
prendió, lo saboreó y era como salir del cine, cuando le propuso hacerlo,
aunque con duda, porque no fumaba. En efecto, lo hizo tan mal como en aquella
primera pitada. Se asustó. Pero luego sintió el coqueteo del humo saliendo de
su boca.
Miraba al cielo. Saludó a la luna
y dejó atrás la botella y unos billetes para Óscar. Caminó por aquel recorrido
que ya se sabía de memoria y supo hacerlo millones de veces en compañía de
ella, la dueña del otro cigarrillo. Se sentó, cruzando la embajada venezolana.
Allí, donde charlaron en una accidental ocasión lo hizo sonreír, hasta que una
lágrima insinuó recorrer su mejilla. ¡La mierda!
Iba a botar la colilla y fue cuando
otro detalle lo detuvo. Tomó con cuidado la colilla del cigarrillo y lo fue
abriendo, dándole vuelta lo desenvolvió hasta dejar al desnudo el filtro. Abrió
el filtro y sacó de allí la bolita verde de mentol. Te enseñaré un secreto,
mira, ahora muérdelo y cuando te diga lo escupes. Muy bien, entonces, antes de
derramar otra lágrima, tomó la bolita y la mordió. Se soltó el sabor a mentol y
fue, como en aquella noche. Como cuando eran tiempos más felices.