Se abrazaron por muchos minutos
sin importarles el ámbar del poste maltrecho que asolaba el borde de la vereda
que colindaba con el San José. La noche era tan deprimente, a pocos metros; la
avenida estropeaba el romanticismo con su oleada de carros, gritos, claxon y
demás estruendos de pesadilla.
Le acarició la cabeza recorriendo
suave sus largos cabellos y una sonrisa parecía estirarse desde su dermis hasta
su rostro resplandeciente. Sus ojos redondos y abiertos a su máxima capacidad
dejaban ver sus sentimientos. Suspiró y se acurrucó en su pecho.
Su corazón latió más fuerte
cuando sintió su mejilla contra sí. La estrechó entre sus brazos y quiso
protegerla y no dejarla ir nunca más. El reloj marcaba tiránico e inmisericorde
un cuarto para las once. Era tarde, pero vivían un amanecer interminable.
Se besaron. Y cada uno parecía el
primero. No por la torpeza, sino por las sensaciones que eran como nuevas.
Nunca se gastaban, sino que, extrañamente parecían renovarse con cada contacto
de labios. Sus largos dedos le rodeaban su cuello y lo acercaba a ella con
violencia pasional.
Se fundían en los ojos del otro,
y las personas que pasaban –o muchos rateros- no importaban nada o no existían ya
que con sus suspiros los ahuyentaban. Ella se arregló el cabello, le dio un
beso intempestivo, le tomó de las mejillas y después se prendió de su cuello
como un candado.
Se despegó de él y le dejó una
sonrisa casi boba que la acompañaba y apuntaba como un faro cuando se fue
corriendo para cruzar la pista. Ya era tarde. Sería muy tarde después. Así que
sin pensarlo más, se fue.
Aprovechó el semáforo en rojo y
se escurrió entre los carros. Centímetros adelante tropezaría y caería,
quedando a merced de los otros vehículos que venían a inevitable velocidad sin
reparo ni remordimiento.
Mientras tanto, él caminaba, a
espaldas de todo, convencido y diciéndose que había encontrado, por fin, el
amor verdadero.